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Trabajo la tierra desde que sale el sol hasta que se pone. Los bueyes que arrastran el arado llevan la misma vida que yo padezco. Nos desgastamos mucho, comemos poco, hacemos fructificar una tierra que no es nuestra. Apenas tengo un momento libre, lo empleo en extender redes, y así, de vez en cuando, puedo gozar del sabor de una perdiz.

Ayer tuve la sorpresa de ver un águila prisionera en mi trampa. ¡Qué dignidad de mirada: ahí estaba, decidida a no rogar, esperando la muerte, inmutable! Sentí tal respeto por su belleza que fui incapaz de enjaularla. ¡La dejé libre! Subió como una flecha hacia el centro del cielo y desapareció entre las nubes.

 ¡Confieso que le tuve envidia! Hoy, como de costumbre, me senté a masticar un pedazo de pan duro a la sombra de un viejo muro. Vi un punto negro en el cielo que se acercaba a mí con velocidad sospechosa. ¡Era el águila! Antes de que pudiera levantarme, extendió sus garras. “¡Pájaro maldito, ingrato, has venido a sacarme los ojos!” Se me echó encima. Cubrí mi rostro con los brazos. El animal, graznando terroríficamente, se apoderó del pañuelo que llevaba atado a la frente y huyó a ras de tierra, levantando con su aleteo potente nubes de polvo. Furioso por este robo, lo perseguí agitando mi cayado.

Pronto el pájaro vil y cobarde, soltó el pañuelo. Mientras lo volvía a amarrar en mi cabeza no cesé de insultar: “¡Sinvergüenza, traidor, hipócrita, ni eres noble ni valiente! ¡Atacas a quien te concedió la libertad!” Un ruido atronador vino a sacarme de mi cólera. Fui envuelto en una gran polvareda.

¡El muro en cuya sombra yo reposaba, se había derrumbado! ¡Si el águila no me saca de ahí, habría muerto aplastado! ¡Claro, el ave no hablaba mi idioma y yo era incapaz de entender el suyo! Me mordí la lengua, rojo de vergüenza. Me estaba ayudando , y yo, por ignorancia, había maldecido a mi benefactor.

El mundo te devuelve aquello que le haces.

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